Podobne

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niño que yo envidiaba y maldecía porque sentía celos de aquella oculta e insondable
naturaleza tan ajena a mí, que con tanta rapidez y soltura sabía zafarse de los lazos del amor
para recogerse en su dormir, de aquella respiración profunda, acompasada y extraña como el
latido de un caballo o el rugido nocturno del mar- yo tenía a menudo que levantarme y
cruzar aquel pasillo que permanecía toda la noche iluminado no tanto para delatarme como
para dramatizar con su luminotecnia brutal los pasos del aprendiz por encima del abismo.
No sé cómo sabía yo que allí, más que en la enorme cama paisana, tenía lugar mi prueba y
que la consagración de mis votos, no la castidad de un cuerpo que ya había perdido todo
deseo de virtud pero sí la sinceridad de una conducta que buscaba a ciegas la casta
honestidad posvirginal de un infinitesimal sentimiento perdido entre una muchedumbre de
pasiones y recelos contradictorios, había de depender de la soltura que debía demostrar para
recorrer desnuda los doce metros de pasillo. Y cuando al volver cerraba de nuevo la puerta
de nuestra habitación (la misma oscuridad que encerraba un cierto calor propio con el aroma
de su carne, los pálidos brillos de las esferas y el reflejo del agua quieta de la palangana,
aquella respiración, profunda, acompasada y poderosa que -al igual que el oleaje contra la
costa- parecía chocar contra las arrugas de las sábanas) recibía la sensación de volver no a
la erótica penumbra sino a la cálida morbidez del refugio materno, tras el corto viaje a través
de las tinieblas susurrantes y hostiles. Yo tenía que llorar entonces, con la cabeza pegada a
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su pecho, y sorber mis propias lágrimas en aquella piel humedecida y sacudida por una
respiración que hubiera querido ver detenida al solo contacto de mis párpados. Pero dormido
aunque no podía odiarle sí empezaba a recelar y advertir que una parte de su condición
estaría siempre alejada de mí y no porque me avergonzara el terrible papel que mi cuerpo
ensayaba en su comedia, no porque un reticente amor propio replicara con el rencor al
desdén de su público más querido, no por nada sino porque una conciencia sórdida,
pusilánime y avisada, sentía que su amado, al amparo del sueño, al tiempo que se alejaba
recobraba su independencia como ese contrabandista que de tiempo en tiempo ha de buscar
refugio en las abruptas regiones sólo conocidas por los de su raza. Y la joven malcriada que,
sin saber cómo, ha logrado romper las barreras impuestas por su casta para correr una
aventura que atrae y horroriza a todos los gentiles, contempla por primera vez la línea real
del horizonte más allá de la cual jamás verá nada por mucho que sea su atrevimiento: una
piel envuelta en el olor de la suavidad y el sudor, una respiración solemne y lejana, perfilada
en las tinieblas como la línea de la cordillera donde habita esa gente y esa raza maldita;
nunca será capaz de llegar allí, de convertirse en una más entre ellos quizá porque el núcleo
gentil que ha nacido con ella ha advertido que una gran parte de su pasión descansa sobre el
horror de sí misma y que -si emprende el viaje- le acompañará también hasta aquellas
regiones limítrofes; hasta las tierras de aquella raza asurcana adonde, tarde o temprano,
volverá el amado cuando, más que la nostalgia' de su tierra; afluyan a su pecho el odio y el
desprecio a los gentiles. Fue un sinfín de días y noches tratando a todo trance de no
abandonar aquella habitación; yo no sé si era otra manifestación del pudor; tras la primera
vergüenza, que cambia de signo y se siente atraído hacia la corrupción (la temperatura del
aliento y el olor de las sábanas) cuando el objeto de su defensa ha sido conquistado. Porque
siempre tratará de defender algo y cuando la virtud sea vencida se volverá contra su antigua
aliada para luchar por el vicio adquirido; y cuando éste se arruine se refugiará en el
cansancio o la laxitud. No era solamente el ejercicio de aprendizaje en el pasillo de los
escalofríos: el mismo aire de la mañana, el canto de los gallos y de los pucheros que hierven,
el aroma de las sábanas limpias llegan a repugnar, se vuelven inmundos para aquel que ya
no puede esperar una regeneración (no puedo hablar del temor al castigo porque nunca lo
sentí). Pero me inclino a creer que con aquella reclusión trataba de no reflexionar para alejar
de mí el espectro del día -así lo temía- que debería abandonarme; no quería, al menos,
proporcionarle la excusa de una ausencia mía. Tal vez no; quizá era yo la que necesitaba las
cuentas claras para comprobar la índole de un balance inequívoco, al final del ejercicio. Era
yo quien ese día debía estar convencida de que no había un acaso por medio y que, las
cuentas claras, lo último que habíamos hecho era jugar a escondernos del mañana. No existe
el destino, es el carácter quien decide. Apenas encendí la luz ni abrí los postigos en dos
semanas durante las cuales ni se orearon las sábanas ni se hicieron las camas ni se
ordenaron aquellas ropas entre las cuales un cuerpo recién liberado, insinuante y
jactancioso, se recreaba solitario en su gracia y en su doblez, como el caballo que un gitano
pasea por la feria, para asombrar y ofender a una conciencia avara e incrédula que se
resistía a considerarlo como propio a pesar de haber avanzado la cantidad estipulada. Y yo
pensaba..., esa cantidad que el cuerpo -y solamente el cuerpo- ha sabido ganar, ¿no debía
corresponderle exclusivamente a él?, ¿es que no se trata de un negocio limpio, puestas así
las cosas?, ¿a qué vienen los quebrantos y beneficios de la moral? En las largas horas -el frío,
las dimensiones de la cama, el jugueteo de aquel cuerpo desnudó y sin rienda, bajo las ropas
desordenadas, era todo lo que me impedía poner un orden y una limpieza que me
horrorizaban- que permanecía sola (tantas veces fue interrumpido nuestro sueño nupcial por
unos golpes en la puerta, los pasos de las botas que resonaban en las baldosas, bajo el peso
de las armas y los capotes húmedos) no hice sino tratar de explicarme, la complicada
operación financiera en cuya lógica la conciencia en el fondo nunca creyó: cuál era el interés
al capital moral desembolsado y cuál el beneficio y cuál la amortización de aquel cuerpo
usado en una buena parte de su vida. Cómo podía yo saber entonces que toda la economía
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del amor se halla dominada por esa primera inversión cuyo resultado se traduce casi siempre
en un quebranto definitivo e irreparable. Me parece que en nuestra lógica albergamos un
tribunal secreto y artero que lo sabe y lo calla y que, informado por un conocimiento
ancestral, acepta en su día la educación legada por las monjas para, sabedor del fraude que
se avecina, cargar toda la responsabilidad a un cuerpo desnudo frente a un espejo obsceno.
Y hasta es posible que todas las decepciones del instinto -que la naturaleza ha engendrado
sólo con miras al éxito, ay, otra cosa sería si existiera en verdad una auténtica conciencia
desgraciada- provengan de un foco clandestino que conoce de sobra y de antemano la
futilidad del amor y contra la que el cuerpo se estrellará siempre. Hasta que su silueta por la [ Pobierz caÅ‚ość w formacie PDF ]




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