Podobne

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existían ya de antemano; y cuando se deshace no se anonada, pues sus
partes continúan existiendo, aunque separadamente, o al menos sin la
disposición en que antes estaban.
Lo simple no puede empezar por formación o composición, ni
acabar por disolución; si no hay partes, claro es que no pueden
reunirse, ni separarse, ni desordenarse; lo simple empieza o acaba en su
totalidad. De esto se infiere evidentemente que el alma humana, siendo
simple, no puede acabar por descomposición; y así la muerte del cuerpo
no la destruye. Ella no tiene ningún germen de disolución, porque no
encierra diversidad ni distinción en su sustancia; por tanto, es preciso
decir, o que dura para siempre, o que Dios la aniquila. La psicología nos
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demuestra la inmortalidad intrínseca, o sea la imposibilidad de perecer
por disolución; ahora, para probar la inmortalidad extrínseca, esto es,
que Díos no la anonada, es preciso echar mano de otra clase de
argumentos.
235. La experiencia nos enseña que las substancias corpóreas no
se aniquilan, sino que pasan de un estado a otro. Las moléculas que las
componen, están en continuo movimiento; se hallan en las entrañas de
la tierra, después se combinan con la organización vegetal y forman
parte de una planta; cuando ésta muere, continúan bajo la forma de
madera; ésta se pudre o se quema, y las moléculas se dispersan para
entrar en nuevas combinaciones en el reino vegetal o animal; de suerte
que las sustancias corpóreas recorren un círculo de transformación,
mas no se anonadan. ¿Cuál de los dos seres es el más noble, más digno,
por decirlo así, de los cuidados del Criador, una molécula sin voluntad,
sin pensamiento, sin sentido, sin vida, sujeta a las leyes necesarias, o
un ser inteligente, libre, capaz de dilatar indefinidamente sus ideas, y,
sobre todo, de conocer y amar a su Autor? La respuesta no es dudosa;
luego el sostener que el alma se reduce a la nada, es invertir el orden del
mundo, suponiendo que lo inferior se conserva y lo superior se acaba;
y que Dios se complace en conservar lo inerte y en anonadar lo
inteligente y libre.
236. El hombre tiene un deseo innato de la inmortalidad, la idea de
la nada le contrista; y es harta evidente que su deseo no se satisface en
esta vida, que, por su extremada brevedad, es comparada con razón a
un sueño. Si el alma muere con el cuerpo, se nos habrá dado un deseo
natural, cuya satisfacción nos será del todo imposible; esto es contrario
a la sabiduría y bondad del Criador: Dios castiga a los culpables, pero
no se complace en atormentar a sus criaturas con irrealizables deseos.
Se dirá que aun en esta vida deseamos muchas cosas que no
podemos conseguir, y que, sin embargo, nada se infiere contra la
bondad y sabiduría de Dios. Pero es preciso reflexionar que la
inmensidad de los deseos que en vida experimentamos, aunque varios,
y con harta frecuencia extraviados, se dirigen todos a la felicidad; esto
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busca el sabio como el necio, el virtuoso como el corrompido; unos por
camino verdadero, otros por errado; el resorte natural es el mismo en
todos: el deseo de ser feliz. Si hay otra vida, estos deseos pueden
cumplirse todos, no en lo que tienen de malo, y a veces de
contradictorio, sino en lo que encierra de amor a la felicidad; y, por
tanto, quedan a salvo la bondad y sabiduría de Dios; pero, si el alma
muere con el cuerpo, no se satisface ni lo legítimo ni lo ilegítimo, ni lo
razonable ni lo necio; y tantos deseos vehementes e indestructibles se
han dado al hombre para llegar, ¿a qué? A la nada.
237. Supuesta la inmortalidad del alma, no se ve inconveniente en
que la suerte del hombre haya sido encomendada a su libertad; y que,
grabado en su espíritu el deseo de ser feliz, se le haya otorgado la
facultad de buscar esta dicha de varios modos, para que, si no la
encontrase, la responsabilidad fuera suya: así se explica por qué unos
aman las riquezas, otros los placeres, otros la gloria, otros el poder,
buscando la felicidad en objetos que no la encierran: en tal caso, suya
es la culpa; el deseo de ser feliz es natural; pero el carácter de
inteligentes y libres exigía que esta felicidad fuese el fruto de nuestras
obras; que llegásemos a ella por el conocimiento y la libre voluntad, y
no por una serie de impulsos necesarios. Cuando los deseos no se
satisfacen en esta vida, o en vez de gozo, hallamos sinsabores, y en
lugar de placeres, dolor, no podemos quejarnos de Dios, que nos ha
sujetado a estas leyes para nuestro propio bien; y si, aun siendo
moderados y lícitos, nuestros deseos no se satisfacen sobre la tierra,
tampoco hay lugar a queja, porque, no siendo ésta nuestra mansión
final, y habiendo de vivir para siempre en la otra, la vida de la tierra es
un mero tránsito, y cuanto sufrimos aquí, no es más que una ligera
incomodidad que arrostra gustoso el viajero para llegar a su patria. Pero
todo esto desaparece, si el alma muere con el cuerpo; entonces no hay
ninguna explicación plausible: deseamos con vehemencia, y no
podemos llenar los deseos; aunque los moderemos, ajustándolos a
razón, tampoco se cumplen; las privaciones que sufrimos no tienen
compensación en ninguna parte: nuestra vida es una ilusión
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permanente; nuestra exis tencia, una contradicción. El no ser nos
horroriza; la inmortalidad nos encanta: deseamos vivir, y vivir en todo; [ Pobierz całość w formacie PDF ]




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