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porque... 179 Leopoldo Alas, «Clarín» -¡Hombre, hombre!, ¿qué sabes tú por qué? -interrumpió el enemigo del clero-. ¡El secreto de la confesión! -¡Bueno, bueno! Yo lo sé de buena tinta. Paquito me lo ha dicho. Mesía -y bajó mucho más la voz-, Mesía le pone varas a la Regenta. Escándalo general. Murmullo en el rincón oscuro. «Aquello era demasiado». «Se podía murmurar, hablar sin fundamento, pero no tanto. Vaya por el Magistral y el secreto de la confesión; ¡pero tocar a la Regenta! Era un imprudente aquel sietemesino, sin duda». -Señores, yo no digo que la Regenta tome varas, sino que Álvaro quiere ponérselas; lo cual es muy distinto. Todos negaron la probabilidad del aserto. -Hombre... la Regenta... ¡es algo mucho! El pollo se encogió de hombros. «-Estaba seguro. Se lo había dicho el marquesito, el íntimo de Mesía». -Y, vamos a ver -preguntó el señor Foja, el ex-alcalde-, ¿qué tiene que ver eso de las varas que Mesía quiere poner a la Regenta con el Magistral y la confesión? No quería dejar su presa. No siempre en el Casino se podía hablar mal de los curas. -Pues tiene mucho que ver; porque el Arcipreste ha pedido auxilio al otro; quiere dejarle la carga de la conciencia de la otra. 180 La Regenta -Muchacho, muchacho, que te resbalas -advirtió el padre del deslenguado, que estaba presente y admiraba la desfachatez de su hijo, adquirida positivamente en Madrid, y muy a su costa. -Quiero decir que Anita es muy cavilosa, como todos sabemos -y seguía bajando la voz, y los demás acercándose, hasta formar un racimo de cabezas, dignas de otra Campana de Huesca-, es cavilosa y tal vez haya notado las miradas... y demás ¿eh?, del otro... y querrá curar en salud... y el Arcipreste no está para casos de conciencia complicados, y el Magistral sabe mucho de eso. El corro no pudo menos de sonreír en señal de aprobación. Al papá del maldiciente se le caía la baba, y guiñaba un ojo a un amigo. No cabía duda que los chicos sólo en Madrid se despabilaban. Caro cuesta, pero al fin se tocan los resultados. El desparpajo del muchacho solía suscitar protestas, pero luego vencía la elocuencia de sus maliciosos epigramas y del retintín manolesco de sus gestos y acento. Empezaba entonces el llamado género flamenco a ser de buen tono en ciertos barrios del arte y en algunas sociedades. El mediquillo vestía pantalón muy ajustado y combinaba sabiamente los cuernos que entonces se llevaban sobre la frente con los mechones que los toreros echan sobre las sienes. Su peinado parecía una peluca de marquetería. Se llamaba Joaquín Orgaz y se timaba con todas las niñas casaderas de la población, lo cual quiere decir que las miraba con insistencia y tenía el gusto de ser mirado por ellas. Había acabado la carrera aquel año y su propósito era casarse cuanto antes con una muchacha rica. Ella aportaría el dote y él su figura, el título de médico y sus habilidades flamencas. No era tonto, pero la esclavitud de la moda le hacía parecer más adocenado de lo que 181 Leopoldo Alas, «Clarín» acaso fuera. Si en Madrid era uno de tantos, en Vetusta no podía temer a más de cinco o seis rivales importadores de semejantes maneras. En los meses de vacaciones aprovechaba el tiempo buscando el trato de las familias ricas o nobles de Vetusta. Se había hecho amigo íntimo de Paquito Vegallana y, aunque de lejos, algo le tocaba del esplendor que irradiaba el célebre Mesía, flor y nata de los elegantes de Vetusta. Orgaz le llamaba Álvaro por lo muy familiar que era el trato de Paco y de Mesía, y como él tuteaba a Paquito... por eso. Se animó Joaquín con el buen éxito de sus murmuraciones y sostuvo que era cursi aquel respeto y admiración que inspiraba la Regenta. -Es una mujer hermosa, hermosísima; si ustedes quieren, de talento, digna de otro teatro, de volar más alto... si ustedes me apuran diré que es una mujer superior -si hay mujeres así-, pero al fin es mujer, et nihil humani... No sabía lo que significaba este latín, ni adónde iba a parar, ni de quién era, pero lo usaba siempre que se trataba de debilidades posibles. Los socios rieron a carcajadas. «¡Hasta en latín sabe maldecir el pillastre!», pensó el padre, más satisfecho cada vez de los sacrificios que le costaba aquel enemigo. Joaquinito, encarnado de placer, y un poco por el anís del mono que había bebido, creyó del caso coronar el edificio de su gloria cantando algo nuevo. Se puso en pie, estiró una pierna, giró sobre un tacón y cantó, o se cantó, como él decía: Ábreme la puerta, puerta del postigo... 182 La Regenta «-Era preciso acabar con las preocupaciones del pueblo. ¡La Regenta! ¿Dejaría de ser de carne y hueso? Y Álvaro siempre había sido irresistible...» Orgaz hijo suspendió el baile, que había
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