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Podobne

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porque...
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Leopoldo Alas, �Clar�n�
-�Hombre, hombre!, �qu� sabes t� por qu�? -interrumpió el
enemigo del clero-. �El secreto de la confesión!
-�Bueno, bueno! Yo lo s� de buena tinta. Paquito me lo ha
dicho. Mes�a -y bajó mucho m�s la voz-, Mes�a le pone varas a la
Regenta.
Esc�ndalo general. Murmullo en el rincón oscuro.
�Aquello era demasiado�.
�Se pod�a murmurar, hablar sin fundamento, pero no tanto.
Vaya por el Magistral y el secreto de la confesión; �pero tocar a la
Regenta! Era un imprudente aquel sietemesino, sin duda�.
-Se�ores, yo no digo que la Regenta tome varas, sino que
�lvaro quiere pon�rselas; lo cual es muy distinto.
Todos negaron la probabilidad del aserto.
-Hombre... la Regenta... �es algo mucho!
El pollo se encogió de hombros.
�-Estaba seguro. Se lo hab�a dicho el marquesito, el �ntimo de
Mes�a�.
-Y, vamos a ver -preguntó el se�or Foja, el ex-alcalde-, �qu�
tiene que ver eso de las varas que Mes�a quiere poner a la Regenta
con el Magistral y la confesión?
No quer�a dejar su presa. No siempre en el Casino se pod�a
hablar mal de los curas.
-Pues tiene mucho que ver; porque el Arcipreste ha pedido
auxilio al otro; quiere dejarle la carga de la conciencia de la otra.
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La Regenta
-Muchacho, muchacho, que te resbalas -advirtió el padre del
deslenguado, que estaba presente y admiraba la desfachatez de su
hijo, adquirida positivamente en Madrid, y muy a su costa.
-Quiero decir que Anita es muy cavilosa, como todos sabemos
-y segu�a bajando la voz, y los dem�s acerc�ndose, hasta formar
un racimo de cabezas, dignas de otra Campana de Huesca-, es
cavilosa y tal vez haya notado las miradas... y dem�s �eh?, del
otro... y querr� curar en salud... y el Arcipreste no est� para casos
de conciencia complicados, y el Magistral sabe mucho de eso.
El corro no pudo menos de sonre�r en se�al de aprobación.
Al pap� del maldiciente se le ca�a la baba, y gui�aba un ojo a
un amigo. No cab�a duda que los chicos sólo en Madrid se
despabilaban. Caro cuesta, pero al fin se tocan los resultados.
El desparpajo del muchacho sol�a suscitar protestas, pero luego
venc�a la elocuencia de sus maliciosos epigramas y del retint�n
manolesco de sus gestos y acento.
Empezaba entonces el llamado g�nero flamenco a ser de buen
tono en ciertos barrios del arte y en algunas sociedades. El
mediquillo vest�a pantalón muy ajustado y combinaba sabiamente
los cuernos que entonces se llevaban sobre la frente con los
mechones que los toreros echan sobre las sienes. Su peinado
parec�a una peluca de marqueter�a.
Se llamaba Joaqu�n Orgaz y se timaba con todas las ni�as
casaderas de la población, lo cual quiere decir que las miraba con
insistencia y ten�a el gusto de ser mirado por ellas. Hab�a acabado
la carrera aquel a�o y su propósito era casarse cuanto antes con
una muchacha rica. Ella aportar�a el dote y �l su figura, el t�tulo
de m�dico y sus habilidades flamencas. No era tonto, pero la
esclavitud de la moda le hac�a parecer m�s adocenado de lo que
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Leopoldo Alas, �Clar�n�
acaso fuera. Si en Madrid era uno de tantos, en Vetusta no pod�a
temer a m�s de cinco o seis rivales importadores de semejantes
maneras. En los meses de vacaciones aprovechaba el tiempo
buscando el trato de las familias ricas o nobles de Vetusta. Se
hab�a hecho amigo �ntimo de Paquito Vegallana y, aunque de
lejos, algo le tocaba del esplendor que irradiaba el c�lebre Mes�a,
flor y nata de los elegantes de Vetusta. Orgaz le llamaba �lvaro
por lo muy familiar que era el trato de Paco y de Mes�a, y como �l
tuteaba a Paquito... por eso.
Se animó Joaqu�n con el buen �xito de sus murmuraciones y
sostuvo que era cursi aquel respeto y admiración que inspiraba la
Regenta.
-Es una mujer hermosa, hermos�sima; si ustedes quieren, de
talento, digna de otro teatro, de volar m�s alto... si ustedes me
apuran dir� que es una mujer superior -si hay mujeres as�-, pero al
fin es mujer, et nihil humani...
No sab�a lo que significaba este lat�n, ni adónde iba a parar, ni
de qui�n era, pero lo usaba siempre que se trataba de debilidades
posibles.
Los socios rieron a carcajadas.
��Hasta en lat�n sabe maldecir el pillastre!�, pensó el padre,
m�s satisfecho cada vez de los sacrificios que le costaba aquel
enemigo.
Joaquinito, encarnado de placer, y un poco por el an�s del
mono que hab�a bebido, creyó del caso coronar el edificio de su
gloria cantando algo nuevo. Se puso en pie, estiró una pierna, giró
sobre un tacón y cantó, o se cantó, como �l dec�a:
�breme la puerta,
puerta del postigo...
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La Regenta
�-Era preciso acabar con las preocupaciones del pueblo. �La
Regenta! �Dejar�a de ser de carne y hueso? Y �lvaro siempre
hab�a sido irresistible...� Orgaz hijo suspendió el baile, que hab�a [ Pobierz całość w formacie PDF ]




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