Podobne

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para la consulta. En ese momento una de las hermanas enfermeras del Hospicio de
Nuestra Señora de Lourdes en Vence - donde la muchacha estaba en tratamiento desde
hacía tres años - llamó por teléfono para anular la cita.
- La Madre Superiora me pide que le transmita sus disculpas al profesor Derain. La
muchacha, sencillamente, vuelve a estar muy alterada.
En ese momento no me llamó la atención, pero por algún motivo - tal vez el nombre de
la muchacha o el uso, por la monja, de la palabra «vuelve» - pedí la ficha clínica.
Descubrí que ésta era la tercera consulta que cancelaba en un año. Huérfana, Christina
Brosssard había ingresado en el Hospicio a la edad de catorce años, después del suicidio
del padre, que era la única persona que la cuidaba después de la muerte de la madre en
un accidente aéreo.
Al llegar a ese punto recordé toda la tragedia. Antiguo alcalde de Lyon, Gaston
Brossard era un próspero empresario de la construcción e íntimo del presidente
Pompidou, varias veces millonario. En la cumbre del éxito este hombre de cincuenta y
cinco años se había casado por tercera vez. Para la joven novia, una hermosa ex actriz
de la televisión de apenas veinte años, había construido una suntuosa mansión en las
afueras de Vence. Pero, por desgracia, sólo dos años después del nacimiento de
Christina la joven madre había muerto cuando el avión de la empresa que la llevaba a
reunirse con su marido en París se estrelló en los Alpes Marítimos. Desgarrado, Gaston
Brossard dedicó entonces los restantes años de su vida a cuidar de la pequeña hija. Todo
había andado bien, pero doce años después, sin motivo aparente, el viejo millonario se
disparó un tiro en el dormitorio.
Los efectos sobre la hija fueron inmediatos y desastrosos: postración nerviosa total,
estado catatónico y una recuperación lenta pero dolorosa en el cercano Hospicio de
Nuestra Señora de Lourdes, al que Gaston Brossard había hecho una generosa donación
en memoria de su joven esposa.
Los escasos apuntes clínicos, realizados por un joven colega de Derain que
responsablemente había viajado hasta Vence, describían una dermatitis recurrente,
complicada por anemia y anorexia crónicas.
Sentado en mi cómodo consultorio, detrás de una sala de espera repleta de pacientes
adinerados y maduros, me sorprendí pensando en esa huérfana de diecisiete años
perdida en las montañas de Niza. Tal vez mi formación anticlerical - mi padre había sido
caricaturista de un periódico de izquierda, mi madre funcionaria militante y feminista
temprana - me hizo sospechar del Hospicio de Nuestra Señora de Lourdes. Hasta el
propio nombre sugería una combinación siniestra de curación por la fe y charlatanería
religiosa, casi expresamente calculada para aprovecharse de una heredera con
desequilibrios mentales. Albaceas perezosos y tutores indiferentes prepararían el camino
para la explotación de la niña, mientras su enfermedad, cuidadosamente preservada,
garantizaría la afluencia de los fondos asignados al Hospicio en el testamento de Gaston
Brossard. Yo sabía muy bien que la dermatitis, la anorexia y la anemia denunciaban
claramente, muchas veces, falta de higiene, desnutrición y abandono.
El fin de semana siguiente, mientras salía en auto para Vence - el profesor Derain
había sufrido un infarto leve y estaría ausente durante un mes - imaginé a esa niña
dolorida, encarcelada en lo alto de las brillantes colinas por monjas ignorantes y
maquinadoras que habían deliberadamente hambreado a una criatura tan atormentada
mientras de untaban las manos con el oro dedicado a la memoria de la madre.
Por supuesto, me equivocaba totalmente, como pronto descubrí. El Hospicio de
Nuestra Señora de Lourdes resultó ser un sanatorio flamante y especializado, con
habitaciones bien iluminadas, jardines soleados y un evidente aire de prácticas médicas
modernas y celo por el bienestar de los pacientes, a muchos de los cuales vi sentados
afuera en el espacioso césped, hablando con amigos y parientes.
La propia Madre Superiora, como todas sus colegas, era una mujer educada e
inteligente de rostro enérgico, abierto, y modales simpáticos, y manos - siempre lo noto
inmediatamente - que no rehuían el trabajo duro.
- Es muy importante que usted haya venido, doctor Charcot. Hace algún tiempo que
todas estamos preocupadas por Christina. Sin querer faltar de ninguna manera al respeto
de nuestros médicos, se me ha ocurrido más de una vez que convendría probar un
método nuevo.
- Tal vez se refiera usted a la quimioterapia - sugerí -. O al tratamiento radiológico.
Pronto instalarán en la Clínica uno de los pocos betatrones que hay en toda Europa.
- No me refiero a eso exactamente... - La Madre Superiora fue pensativa detrás del
escritorio, como si ya estuviese reconsiderando la utilidad de mi visita. - Pensaba en algo
menos físico, doctor Charcot, algo que calmase los fantasmas del espíritu tanto como los
del cuerpo. Pero deberá verla usted con sus propios ojos.
Me tocó ahora a mí mostrarme escéptico. Desde los primeros tiempos de estudiante yo
había sido hostil a todas las pretensiones de la psicoterapia, el feliz coto de caza de
chiflados pseudocientíficos de un tipo especialmente peligroso.
Salimos del Hospicio y subimos en auto por las montañas hacia la mansión de los
Brossard, donde le permitían a la joven pasar unas pocas horas diarias.
- Es extremadamente activa, y tiende a alterar a los demás pacientes - explicó la Madre
Superiora mientras entrábamos en la larga calzada de la mansión, cuya fachada
paladiana presidía ahora una silenciosa galería de fuentes -. Parece más feliz aquí, entre
los recuerdos de su padre y de su madre.
Una de las dos monjas jóvenes que acompañaban en las salidas a la heredera
huérfana nos hizo pasar a la imponente sala. Mientras ella y la Madre Superiora trataban [ Pobierz caÅ‚ość w formacie PDF ]




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