Podobne

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canzar el grado de coronel en el regimiento de los ropavejeros. ¡Ja, ja!
señor Moisés, le felicito con toda mi alma.
Después, sin cesar de reír, añadió:
-Pero, ahora que me acuerdo: vamos a ver lo que hay aquí. ¡Esos
bribones de kaiserlicks no se privan de nada!
Al mismo tiempo abrió su saco, del cual extrajo un par de guan-
tes forrados de piel de zorra, media docena de excelentes calcetines de
lana y una navaja con mango de cuerno y hoja de acero del más fino
temple.
 Esta herramienta sirve para mil cosas  dijo Trubert, abriendo la
navaja. -Aquí hay de todo: una podadera una sierra, corta pluma, li-
mas para los callos...
-Eso es para las uñas, sargento -interrumpí sonriendo.
 ¡Ja, ja! no me extraña lo que dice usted, porque aquel grueso
landwehr parecía tan limpio como un escudo nuevo debía limarse las
uñas!
Mi mujer y mis hijos, agrupados en derredor nuestro, contempla-
ban con la boca abierta los objetos que iba mostrando, el sargento.
Este, introduciendo su mano en una especie de cartera que se veía a
un lado del saco, extrajo una bonita miniatura rodeada de un cerco de
oro, de la figura de un reloj de bolsillo, pero de mayor tamaño.
 ¿Cuánto puede valer esto? --me preguntó.
Todos examinamos el medallón, quedando sorprendidos de la
delicadeza de aquel trabajo, debiendo confesar que no pudimos menos
de conmovernos al fijar los ojos en la miniatura, puesto que represen-
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taba una joven rubia, y dos herniosos niños, frescos y colorados como
dos capullos de rosa.
-Y bien: ¿qué les parece? -añadió el sargento.
-¡Bellísimo!  exclamó Sara.
Tomé la miniatura y respondí, después de examinarla nueva-
mente:
-Si otro que usted lo preguntase no estimaría esta alhaja más que
en cincuenta francos; pero no quiero especular con mis amigos: el oro
sólo vale cien francos. Podemos pesarlo, si, usted quiere.
-¿Y el retrato, señor Moisés?
-El retrato no tiene para mí ningún valor, y se lo devolveré. Estas
cosas no se venden: sólo las aprecia la familia.
-Bueno -repuso Trubert; -ya hablaremos de esto en otra ocasión.
Después, guardando el medallón en el saco, me preguntó:
-¿ Sabe usted leer el alemán?
-Perfectamente.
-Me alegro; así podremos saber lo aquel kaiserlick escribía a su
tierra. Vea usted, es una carta que tendría preparada para enviarla a
Alemania por el primer correo que pasara. Pero nosotros nos dimos
más, prisa y hemos llegado antes. Veamos lo que dice.
Hablando así me entregó un billete, dirigido a la señora Roedig,
en Stuttgart, Bergstrasse núm. 6. Esa carta amigo Federico, la conser-
vó Sara; aquí la tengo. Su lectura será para ti mucho más elocuente
que cuanto yo pudiera decirte sobre la institución de la landwehr.
«Biggelberg, 25 de febrero de 1814.
»Querida Aurelia: Tu carta del 29 de enero llegó muy tarde a
Coblenza: el regimiento acababa de ponerse en camino para la Alsa-
cia.
»No puedes figurarte cuánto hemos sufrido lluvias, nieves, y
otros mil trabajos. Cuando salimos de Coblenza dirigímonos a Bitche
una de las fortalezas más terribles que verse pueda edificada sobre la
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cima de un altísimo peñasco. Debíamos ayudar a bloquearla pero una
nueva orden nos hizo ir delante, del fuerte de Lutzelstein, en la mon-
taña, donde permanecimos dos días alojados en la aldea de Pe-
tersbach, para intimar la rendición a aquella plaza. Algunos veteranos
que la guarnecen, nos recibieron a cañonazos, lo que obligó a nuestro
coronel a desistir de la idea de asaltarla. A Dios gracias, nos manda-
ron sitiar otra ciudad rodeada de algunos pueblecillos que nos abaste-
cen de víveres en abundancia: ha ciudad que sitiamos es Falsburgo,
distante dos leguas de Saverne. Nosotros relevamos al regimiento,
austriaco de Vogelgesang, que ha partido hacia la Lorena.
»Entretanto, tu carta va siempre conmigo y me sirve de consuelo.
Abraza a nuestra querida Sabina y a nuestro tierno Enrique. Sólo
pienso en vosotros, Aurelia mía mi adorada esposa»
¡Ah! ¿cuándo nos veremos reunidos en nuestra pequeña botica?
¿cuándo volveré a manejar mis potes y redomas, tan bien ordenados y
rotulados en los estantes de mi tienda que ostenta los bustos de Hipó-
crates y Esculapio encima de su puerta? ¿Cuándo me será dado volver
a mi mortero a mezclar todo género de drogas, según las sabias fór-
mulas de nuestros insignes doctores? ¿Cuándo tendré la dicha de ha-
llarme sentado en mi cómodo sillón, delante de un buen fuego, allá en
nuestra rebotica, mientras mi Enrique hace rodar sobre el entarimado
su caballo de madera, cuyo rumor me molesta tanto? Y tú, esposa ado-
rada, ¿cuándo podrás gritar, al verme venir coronado con el laurel de
la victoria: ¡Ese... ese es mi Enrique!»?
-Esos alemanes -interrumpió el sargento, son imbéciles como
unos asnos. ¡Ya les daremos laurelitos! ¡Qué carta tan estúpida!
Zeflen y Sara escuchaban la lectura con lágrimas en los ojos, es-
trechando, en sus brazos a nuestros queridos hijos. En cuanto a mí,
calculando que Baruch podría haberse encontrado en la misma situa-
ción que, el infeliz landwehr, estaba hondamente conmovido.
Ahora, Federico, oye el fin de la carta:
«Nosotros estamos aquí posesionados de una antigua tejería, a ti-
ro de cañón de la plaza. Cada noche arrojamos algunas bombas sobre
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la población, por orden del general ruso Berdiaiw, con la esperanza de
obligar a esas gentes a abrirnos las puertas. Esto no puede tardar mu-
cho en verificarse: les faltan los víveres, y padecen muchas enferme-
dades. Cuando entremos, nos alojaremos en las mejores casas, hasta la
conclusión de esta gloriosa campaña, que acabará pronto, pues cada [ Pobierz caÅ‚ość w formacie PDF ]




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