Podobne

[ Pobierz całość w formacie PDF ]

-¿Qué es lo que te ha dicho?
-Me ha dicho... es decir, ha empezado por ha-
cerme una seña con los dedos, y luego me ha di-
cho: «¡Yankel!» y yo le he contestado: «¡Señor
Andrés!» y él repitió: «Yankel, di a mi padre, a mi
hermano, a los cosacos, a los zaporogos, que mi
padre no es ya mi padre, que mi hermano no es ya
mi hermano, que mis camaradas no son ya mis
camaradas, y que quiero batirme contra ellos, con-
tra todos ellos».
-¡Mientes, judas! -exclamó Taras fuera de sí-
mientes, perro. Tú has crucificado a Cristo, hom-
bre maldito de Dios; yo te mataré, Satanás. Vete,
si no quieres quedar muerto enseguida.
Al decir esto, Taras sacó su sable. Yankel, es-
pantado, echó a correr con toda la velocidad de
sus secas y largas piernas, y corrió largo tiempo, sin
volver la cabeza, a través de los carros de los cosa-
cos y después a campo traviesa, a pesar de que Ta-
ras no le perseguía, reflexionando que era indigno
de él abandonarse a su cólera contra el desventu-
rado judío.
131
NI C OL AS GOGOL
Bulba recordó entonces que en la noche pa-
sada había visto a su hijo atravesar el tabor en
compañía de una mujer. Inclinó su cabeza gris, y,
sin embargo, no quería creer que se hubiese come-
tido una acción tan infame, y que su propio hijo
hubiese podido vender su religión y su alma.
Por fin, llevó su polk al sitio que se le había de-
signado, detrás del único bosque que los cosacos
habían dejado sin quemar. Entre tanto, los zapo-
rogos de a pie y de a caballo se ponían en marcha
en dirección a las tres puertas de la ciudad. Los di-
ferentes koureni que componían el ejército desfila-
ban el uno detrás del otro. Sólo faltaba el kouren de
Péreiaslav; los cosacos que lo componían habían
bebido la noche precedente todo lo que debían
beber en su vida, y por esta causa el uno había
despertado atado en manos de los enemigos, el
otro había pasado dormido de la vida a la muerte,
y su mismo ataman, Khlib, se encontró completa-
mente desnudo en medio del campamento polaco.
En la ciudad notaron el movimiento de los co-
sacos; todos sus habitantes corrieron a las mura-
llas, y un cuadro animado se presentó a los ojos de
los zaporogos. Los caballeros polacos, rivalizando
mutuamente en ricos trajes, ocupaban la muralla.
132
T A R A S B U L B A
Sus cascos de cobre, adornados de plumas blancas
como las del cisne, y bañados por el sol, despedían
brillantes resplandores; otros llevaban pequeñas
gorras de color de rosa o azules, inclinadas hacia la
oreja, y caftanes con mangas, flotantes, bordados
de oro y de seda. Sus armas, que compraban a
precios muy subidos, estaban, como todo su traje,
cargados de caprichosos adornos. El coronel de la
ciudad de Boudjak, con gorra encarnada y oro,
destacábase, altivo, en primera fila; de estatura más
elevada y más grueso que los otros, hallábase apri-
sionado en su rico caftán. Más lejos, junto a una
puerta lateral, estaba de pie otro coronel, hombre
de baja estatura y flaco. Sus vivaces ojillos lanzaban
miradas penetrantes bajo sus espesas cejas. Volvía-
se con presteza designando los puestos con su
afilada mano y dando órdenes; veíase que, a pesar
de su raquítico aspecto, era todo un militar. Junto
a él había un oficial largo y delicado, ornado su en-
cendido rostro de poblados bigotes. Este señor
era aficionado a los festines y al aguamiel es-
pirituosa. A sus espaldas estaban agrupados una
multitud de hidalgüelos que se habían armado, los
unos a costa suya y los otros a expensas de la Co-
rona, o con ayuda del dinero de los judíos a los
133
NI C OL AS GOGOL
cuales habían empeñado cuanto contenían los cas-
tillejos de sus padres. Además, había una multitud
de esos clientes parásitos que los senadores lleva-
ban consigo para formar cortejo, que la víspera,
robaban del buffet o de la mesa alguna copa de
plata, y al día siguiente montaban en el pescante
de los coches para servir de aurigas.
Las filas de los cosacos permanecían silenciosas
delante de las murallas; ninguno de ellos llevaba oro
en sus vestidos; solamente se veían brillar los me-
tales preciosos en algunos puñales, sables o en al-
gunas culatas de los mosquetes. Los cosacos no
eran aficionados a vestirse ricamente para entrar
en batalla; sus caftanes y sus armaduras eran senci-
llísimos, y en todos los escuadrones no se veían
más que largas filas de gorras negras con la punta
roja.
Dos cosacos salieron de las filas de los za-
porogos. El uno era muy joven, el otro tenía un
poco más de edad: ambos poseían, según su mo-
do de decir, buenos dientes para morder, no so-
lamente con palabras sino con obras. Llamábanse
Okhrim Nach y Mikita Golokopitenko. Démid
Popovitch les siguió; era éste un viejo cosaco que
frecuentaba hacia tiempo la setch, que había llegado
134
T A R A S B U L B A
hasta los muros de Andrinópolis, y que había su-
frido muchos contratiempos en su vida. Una vez,
salvándose de un incendio, volvió a la setch con la
cabeza embreada, enteramente ennegrecida, y los
cabellos quemados; pero después de esta aventura
tuvo tiempo para rehacerse y engordó: sus largos y
espesos cabellos rodeaban su oreja, y sus bigotes
habían vuelto a brotar negros y espesos. Popo- [ Pobierz caÅ‚ość w formacie PDF ]




Powered by MyScript