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carrera de San Jerónimo vio a una muchacha que se detenía a hablar con los hombres. La confundió primero con la Rabanitos, pero no era ella. Ésta tenia la cabeza abotagada y erisipelada. Tú, ¿qué haces? -le dijo Manuel bruscamente. -¿No lo ves? Vender Heraldos. -¿Y nada más? Ella bajó la voz, que era ronca y quebrada, y añadió: -Y jugar. Manuel estaba con el corazón palpitante. -¿No tienes novio? -la dijo. -No quiero chulos. -¿Por qué no? -Pa que le quiten a una el dinero que gana y la harten, además, de 99 La lucha por la vida II. Mala hierba palos. SI, sí... -¿Cuánto quieres por venir conmigo? -¡Ay, qué guasa! ¡Si tú no tienes ni una perra! -¿Que no? -Vaya que no. -Yo tengo -murmuró Manuel con jactancia- cinco duros para tirarlos, y tú no me sirves a mí para nada. Y tú a mí ni pa la limpieza. -Oye -añadió Manuel, y agarró a la muchacha del brazo y le dio un empellón. -¡Vamos, quita, asaúra!-gritó ella. -No quiero. -Pues no eres tú nadie. A ver si no te andas con tientos aquí, ¿eh? -Si quieres te convido a café -y Manuel hizo sonar el dinero en su bolsillo. La muchacha vaciló, dio los números del periódico que llevaba a una vieja, se ató el pañuelo al cuello y fue con Manuel a una buñolería de la calle de Jacometrezo. Un perrillo de color canela los siguió. -¿Este perro es tuyo? -Sí. -¿Cómo se llama? -Sevino. -¿Y por qué le llamas así? -Porque se presentó en casa sin que nadie lo trajera. Entraron en la buñolería. Era un local largo, con columnas, en cuyo fondo estaba la cocina, con su caldero grande para freír buñuelos. Dos luces de gas, con mecheros envueltos en fundas blancas, iluminaban con luz triste las paredes y las columnas cuadradas, recubiertas de azulejos blancos con dibujos azules. Se sentaron Manuel y la muchacha en una mesa próxima a una puerta que daba a un callejón. La muchacha habló por los codos mientras mojaba trozos de una ensaimada agria en la jícara de chocolate. Se llamaba Petra; pero la decían Matilde porque era más bonito. Tenía dieciséis años y vivía en la calle del Amparo, en un sotabanco. Se levantaba a las dos; para cuando ella se levantaba, su madre tenía ya arreglada la casa. No salía hasta el anochecer; vendía una mano de Heraldos y diez Corres, y luego... lo que se terciase. Entregaba todo el dinero que ganaba a su madre, y cuando ésta suponía algún engaño le daba unas cuantas tortas. Manuel, mientras sorbía con gravedad una copa de aguardiente, oía, sin comprender apenas lo que le hablaban. Era la chica fea de veras. Llevaba la cara empolvada. A Manuel, luego de observarla atentamente, se le ocurrió que parecía un pez enharinado a quien espera la sartén. Hacía muchos visajes al hablar y movía los 100 Pío Baroja párpados, abultados y blancos, que se cerraban sobre los ojos saltones. La muchacha siguió charlando de su madre, de su hermano, de un tío de un puesto de periódicos que prestaba un duro a los chicos que vendían el Blanco y Negro por la mañana, y que por la noche le tenían que devolver el duro y una peseta más, y de otra porción de cosas. Mientras hablaba Manuel recordó que Jesús había dicho algo de un baile, aunque ya no recordaba dónde. -Vamos a ese baile -dijo. -¿A cuál? ¿Al del Frontón? -Sí. -¡Hale! Salieron de la buñolería. Seguía nevando; por unas callejuelas desiertas llegaron al juego de pelota; los dos arcos voltaicos de la puerta iluminaban fuertemente la calle blanca. Manuel tomó los billetes; dejaron él la capa y ella el mantón en el guardarropa, y entraron. Era el Frontón un amplio espacio rectangular, con una de las dos paredes largas pintada de azul oscuro y marcada a trechos con rayas blancas y números. En la otra pared larga estaban las gradas y los palcos. Dos grandes mamparas verdes cerraban los testeros del juego de pelota. Arriba, en el alto techo, entre la armazón de hierro, diez o doce puntos brillantes de arco voltaico, no recubiertos por globos de cristal, centelleaban de un modo deslumbrador. Aquel local ancho y pintado de oscuro parecía un taller de máquinas desocupado. Algunas busconas de bajo vuelo, ataviadas con mantones de Manila y flores en la cabeza, mostraban su busto en los palcos. Se sentía frío. Cuando la charanga comenzó a tocar con estrépito, la gente de los pasillos y del ambigú salió al centro a bailar, y poco a poco se formó una corriente de parejas alrededor del salón. No había más que media docena de máscaras. Se generalizó el baile; a la luz fría y cruda de los arcos voltaicos se veía a las parejas dando vueltas, hombres y mujeres, todos
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